Llorar es un placer muy infravalorado que yo recomiendo encarecidamente. Fisiológicamente, te deja como nuevo y anímicamente te da un subidón bastante importante. Una pena llorada es menos pena, que dicen. O, al menos, eso digo yo.

También es placentero llorar, como proponía Lorca, porque nos da la gana. No hay gusto comparable al de echar una lagrimilla cuando notamos que se nos inundan los ojos, ya sea por una película, ya sea por un desamor, ya sea por impotencia, y no tener que reprimirla. Llorar, creo firmemente, nos hace más felices.

Puigdemont,  el pasado jueves en el acto de Junts de inicio de campaña, en Argelès (Francia).

Puigdemont, el pasado jueves en el acto de Junts de inicio de campaña, en Argelès (Francia). EP

Sin embargo, hay todo un arte en los temas del llanto. Cuándo, dónde, con qué regularidad. Llorar en público, por ejemplo, debería elegirse en contadas ocasiones. Llorar con público, casi nunca. Y lloriquear… bueno, pueden imaginarse.

Carles Puigdemont puede que no acierte en muchas ocasiones, pero en el inicio de campaña para las elecciones catalanas apuntó una verdad como la copa de un pino, y eso hay que reconocérselo: a la política s'hi ve plorat de casa.

Da igual que lo diga un prófugo de la Justicia, que se escapó del país en el maletero de un coche, probablemente derramando alguna lagrimilla, no sabemos si de rabia o de vergüenza.

Da igual que lo diga como resultado de una pataleta por españolizar las elecciones catalanas, para ver si así le metía un poco más el dedo en el ojo a Pedro Sánchez. Por una vez que dice algo sensato, hay que reconocérselo y celebrarlo como tal.

No merece la pena escribir más sobre la carta a la ciudadanía de Pedro Sánchez, porque habla por sí sola, si se ha soportado la tarea de leerla hasta el final.

De lo que sí merece la pena hablar es de esta nueva moda que se inició en redes sociales y que ha alcanzado a nuestras clases políticas. Hablo del exhibicionismo sentimental, de una vulnerabilidad pastosa (en muchas ocasiones incluso impostada), que es ciertamente desconcertante. Sobre todo cuando sus protagonistas son los dirigentes de un país.

Esta sentimentalización excesiva de la política provoca una reacción muy parecida a cuando se come una rosquilla recubierta de azúcar y empiezan a doler hasta los dientes. En mi caso, la dolencia puede verse agudizada al haber tenido durante mis años de adolescencia como dirigente de referencia a Angela Merkel, una señora a la que no se le sacaba fácilmente una sonrisa, pero tampoco un quejido ni un lamento.

Una austeridad emocional muy de agradecer en una figura pública, principalmente, porque siempre es más tranquilizador saber que quien lleva las riendas de un país no permite que sus sentimientos cabalguen por delante de sus deberes.

Que sea la razón, y no el impulso, lo que guíe los planes de acción. La calma, no el sofoco. El bien común, no el sectarismo.

La política no está para que te quieran. La política está para procurar el bien también de aquellos que muy probablemente no te quieren. Y en una democracia, no están ellos a tu disposición. Eres tú el que está a disposición de sus voluntades. Es lo que entraña la expresión "servicio público". Servir al público.

La responsabilidad, seriedad y sobriedad que exigen estos cargos no deberían confundirse con una deshumanización.

Por supuesto que nuestros políticos también son personas. Y tienen sentimientos. Y pasan dificultades. Y deberían prestarles atención, procurando encontrarles un cauce sostenible a lo largo del tiempo.

Pero ello no implica que nos tengan que hacer a todos los ciudadanos partícipes de ello. Para eso está la familia, los amigos, el terapeuta. Para que te desahogues y cuentes tus miserias y llores sobre su hombro.

Llorar está muy bien. Sobre todo, llorar porque nos da la gana. Pero no hay por qué tomar para ello el hombro de todo un electorado. Con el de una o dos personas ya es suficiente.